martes, 19 de febrero de 2019

La emparedada por la patria

Ya nos acercándonos al glorioso 20 de Febrero y es por ello que les ofrezco esta historia que revaloriza a una de las mujeres que participaron en dicha batalla. Sin las mujeres que lucharon en ese tiempo hoy no seriamos libres, sin ellas no existiría nuestra Nación. Por ellas tenemos Patria!!!
Hoy les voy a relatar la historia de Juana Moro quien era una delicada dama jujeña radicada en Salta y casada con el coronel Jerónimo López. Al iniciarse la guerra de la independencia adhirió fervientemente a la causa patriota. Doña Juana Gabriela Moro de Lopez comenzó a gozar de prestigio por su atrayente personalidad. Su patriotismo y su audacia se pusieron de relieve durante los días previos a la batalla de Salta, junto a otras damas se propusieron a conquistar a los oficiales realistas con el propósito de debilitar al ejército enemigo.
Su gran objetivo fue el Marqués de Yavi y otros oficiales de Pío Tristán a los que reúnen en la casa de Hernández (actual Museo de la Ciudad), y es allí donde los convence y los compromete a abandonar las filas realistas el día de la batalla y a regresar a Perú y trabajar por la causa de la emancipación. Estos viendo el fervor patriota y lo ajustado a la razón deciden y acuerdan huir durante la batalla hacia la casa de doña Juana Moro de López (actual calle España 782 cerca de la de Martín Miguel de Güemes), para unirse a la causa patriota, siendo adecuada esta por su extensión (una cuadra) y por contar con dos frentes. El 20 de febrero de 1813, durante la batalla de Salta, el marqués comandaba un ala del ejército de Pío Tristán y cumpliendo su compromiso decidió retirarse sin atacar huyendo por las lomas de Medeiros, “…el movimiento retrogrado que hizo la caballería enemiga" que relata en su parte Belgrano contribuyó en mucho al triunfo de las armas patriotas.
Pero no paro aquí su accionar patriótico, ya que fue partícipe de otras acciones que la llevarían a erigirse en uno de los enemigos principales de los españoles; fue sospechada de espía, pero su gran habilidad la llevo a no ser descubierta, porque nunca encontraron pruebas en su contra, hasta que un día fatídico su suerte se termino.
Al invadir Joaquín de la Pezuela, a cargo del ejercito del Perú, la provincia en 1814, a raíz de las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, lo primero que hizo el jefe español, fue tomar prisionera a doña Juana Moro, la “codiciada presa”, para darle un escarmiento ejemplar. Fue apresada y obligada a cargar pesadas cadenas que no consiguieron que confesara o delatara a sus compañeros.
Pezuela, conociendo la actividad de Juana, resolvió castigarla con la muerte para lo cual ordenó encerrarla en su casa y tapiar TODAS las aberturas. Su vecina, aunque realista, se compadeció y efectuó un pequeño boquete en la pared y le proveyó agua y alimentos hasta que los realistas fueron expulsados, salvándola de morir de inanición. Desde ese momento le quedó el mote de la Emparedada.

Los castigos lejos de amedrentar a la patriota, la llevaron a agudizar más el ingenio, con mil recursos y mucha creatividad
Posteriormente realizó otras arriesgadas acciones, como la de ir en busca del general don Juan Antonio Álvarez de Arenales para conocer la posición de su ejército, del que llegaban noticias contradictorias, y preocupaba su no llegada a Salta, se vistió de coya y se marcho por valles y quebradas; días después se presentó en casa de Serafina de Hoyos, esposa de Arenales, para anunciarle que al día siguiente su esposo llegaría a Salta y desalojaría a la guarnición española. En esa oportunidad, la población entusiasmada paseo a Juana por las calles de Salta.
En otras ocasiones, en plenas invasiones realistas, supo bajo el disfraz de gaucho joven o bien de viajera inofensiva, cabalgar desde Salta a Oran o llegar a Jujuy su ciudad natal, ocupadas por los españoles, llevando partes y trayendo nuevas. Lo que contribuyo sin duda a las victorias de la Patria.
Ya en su vejes reaparecía cuando contaba ya con 68 años sobre sus espaldas; el 9 de julio de 1853 integró el grupo de damas salteñas que se dirigió al gobierno en una carta “lamentando la postergación a que se relega al sexo femenino al no permitírseles jurar la Constitución Nacional”. Su retrato, ya anciana, fue publicado por el doctor Bernardo Frías en la primera edición de su obra Historia del General Güemes (Tomo ll, página 607)
Doña Juana Gabriela Moro Díaz de López falleció en nuestra ciudad a los 89 años el día 17 de Diciembre de 1874 y fue enterrada en el panteón de la ciudad ( hoy actual cementerio de la Santa Cruz.) Tuvo al menos una hija, Serafina López Moro, y dos hijos, Ramón López Moro y el doctor Bernabé López (1808-1880), intendentes de Salta, ministro de gobierno de la provincia en dos oportunidades, Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto en la presidencia de Justo José de Urquiza y uno de los principales gestores de la Liga del Norte contra Juan Manuel de Rosas.
Hace más de 50 años existió una iniciativa, de llevar sus restos al Panteón de las Glorias del Norte, ubicado en la Basílica Catedral de Salta, proporcionándose para ello la Junta de Estudios Históricos de Salta, en el año 1963. Nada sucedió hasta el día de Hoy.
Por:  Juan Oscar Wayar

miércoles, 13 de febrero de 2019

El holocausto del que nadie quiere hablar


Los campos de concentración de la “conquista del desierto
Los sobrevivientes de la llamada “Conquista del Desierto” holocausto argentino fueron “civilizadamente” trasladados, caminando encadenados 1.400 kilómetros, desde los confines cordilleranos hacia los puertos atlánticos.A mitad de camino se montó un enorme campo de concentración en las cercanías de Valcheta, en Río Negro. El colono Galés John Daniel Evans recordaba así aquel siniestro lugar: “En esa reducción creo que se encontraba la mayoría de los indios de la Patagonia. (…) Estaban cercados por alambre tejido de gran altura; en ese patio los indios deambulaban, trataban de reconocernos; ellos sabían que éramos galeses del Valle del Chubut. Algunos aferrados del alambre con sus grandes manos huesudas y resecas por el viento, intentaban hacerse entender hablando un poco de castellano y un poco de galés: ‘poco bara chiñor, poco bara chiñor’ (un poco de pan señor)”.1
La historia oral, la que sobrevive a todas las inquisiciones, incluyendo a la autodenominada “historia oficial” recuerda en su lenguaje: “La forma que lo arriaban…uno si se cansaba por ahí, de a pie todo, se cansaba lo sacaban el sable lo cortaban en lo garrone. La gente que se cansaba y…iba de a pie. Ahí quedaba nomá, vivo, desgarronado, cortado. Y eso claro… muy triste, muy largo tamién… Hay que tener corazón porque… casi prefiero no contarlo porque é muy triste. Muy triste esto, dotor, Yo me recuerdo bien por lo que contaba mi pobre viejo paz descanse. Mi papa; en la forma que ellos trataban. Dice que un primo d’él cansó, no pudo caminar más, y entonces agarraron lo estiraron las dos pierna y uno lo capó igual que un animal. Y todo eso… a mí me… casi no tengo coraje de contarla. Es historia… es una cosa muy vieja, nadie la va a contar tampoco, ¿no?...único yo que voy quedando… conocé… Dios grande será… porque yo escuché hablar mi pagre, comersar…porque mi pagre anduvo mucho… (…)”. 2
De allí partían los sobrevivientes hacia el puerto de Buenos Aires en una larga y penosa travesía, cargada de horror para personas que desconocían el mar, el barco y los mareos. Los niños se aferraban a sus madres, que no tenían explicaciones para darles ante tanta barbarie.
Un grupo selecto de hombres, mujeres y niños prisioneros fue obligado a desfilar encadenado por las calles de Buenos Aires rumbo al puerto. Para evitar el escarnio, un grupo de militantes anarquistas irrumpió en el desfile al grito de “dignos”, “los bárbaros son los que les pusieron cadenas”, en un emocionado aplauso a los prisioneros que logró opacar el clima festivo y “patriótico” que se le quería imponer a aquel siniestro y vergonzoso “desfile de la victoria”.
Desde el puerto los vencidos fueron trasladados al campo de concentración montado en la isla Martín García. Desde allí fueron embarcados nuevamente y “depositados” en el Hotel de Inmigrantes, donde la clase dirigente de la época se dispuso a repartirse el botín, según lo cuenta el diario El Nacional que titulaba “Entrega de indios”: “Los miércoles y los viernes se efectuará la entrega de indios y chinas a las familias de esta ciudad, por medio de la Sociedad de Beneficencia”.3
Se había tornado un paseo “francamente divertido” para las damas de la “alta sociedad”, voluntaria y eternamente desocupadas, darse una vueltita los miércoles y los viernes por el Hotel a buscar niños para regalar y mucamas, cocineras y todo tipo de servidumbre para explotar.
En otro articulo, el mismo diario El Nacional describía así la barbarie de las “damas” de “beneficencia”, encargadas de beneficiarse con el reparto de seres humanos como sirvientes, quitándoles sus hijos a las madres y destrozando familias: “La desesperación, el llanto no cesa. Se les quita a las madres sus hijos para en su presencia regalarlos, a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigen las mujeres indias. En aquel marco humano unos se tapan la cara, otros miran resignadamente al suelo, la madre aprieta contra su seno al hijo de sus entrañas, el padre se cruza por delante para defender a su familia”.
Los promotores de la civilización, la tradición, la familia y la propiedad, habiendo despojado a estas gentes de su tradición y sus propiedades, ahora iban por sus familias. A los hombres se los mandaba al norte como mano de obra esclava para trabajar en los obrajes madereros o azucareros.
Dice el Padre Birot, cura de Martín García: “El indio siente muchísimo cuando lo separan de sus hijos, de su mujer; porque en la pampa todos los sentimientos de su corazón están concentrados en la vida de familia”.4
Se habían cumplido los objetivos militares, había llegado el momento de la repartija del patrimonio nacional.
La ley de remate público del 3 de diciembre de 1882 otorgó 5.473.033 de hectáreas a los especuladores. Otra ley, la 1552 llamada con el irónico nombre de “derechos posesorios”, adjudicó 820.305 hectáreas a 150 propietarios. La ley de “premios militares” del 5 de septiembre de 1885, entregó a 541 oficiales superiores del Ejército Argentino 4.679.510 hectáreas en las actuales provincias de La Pampa, Río Negro, Neuquén, Chubut y Tierra del Fuego. La cereza de la torta llegó en 1887: una ley especial del Congreso de la Nación premió al general Roca con otras 15.000 hectáreas.
Si hacemos números, tendremos este balance: La llamada “conquista del desierto” sirvió para que entre 1876 y 1903, es decir, en 27 años, el Estado regalase o vendiese por moneditas 41.787.023 hectáreas a 1.843 terratenientes vinculados estrechamente por lazos económicos y/o familiares a los diferentes gobiernos que se sucedieron en aquel período.
Desde luego, los que pusieron el cuerpo, los soldados, no obtuvieron nada en el reparto. Como se lamentaba uno de ellos, “¡Pobres y buenos milicos! Habían conquistado veinte mil leguas de territorio, y más tarde, cuando esa inmensa riqueza hubo pasado a manos del especulador que la adquirió sin mayor esfuerzo ni trabajo, muchos de ellos no hallaron –siquiera en el estercolero del hospital– rincón mezquino en que exhalar el último aliento de una vida de heroísmo, de abnegación y de verdadero patriotismo”.5
Los verdaderos dueños de aquellas tierras, de las que fueron salvajemente despojados, recibieron a modo de limosna lo siguiente: Namuncurá y su gente, 6 leguas de tierra. Los caciques Pichihuinca y Trapailaf, 6 leguas. Sayhueque, 12 leguas. En total, 24 leguas de tierra en zonas estériles y aisladas.
Ya nada sería como antes en los territorios “conquistados”; no había que dejar rastros de la presencia de los “salvajes”. Como recuerda Osvaldo Bayer, “Los nombres poéticos que los habitantes originarios pusieron a montañas, lagos y valles fueron cambiados por nombres de generales y de burócratas del gobierno de Buenos Aires. Uno de los lagos más hermosos de la Patagonia, que llevaba el nombre en tehuelche de “el ojo de Dios”, fue reemplazado por el Gutiérrez, un burócrata del ministerio del Interior que pagaba los sueldos a los militares. Y en Tierra del Fuego, el lago llamado “Descanso del horizonte” pasó a llamarse “Monseñor Fagnano”, en honor del cura que acompañó a las tropas con la cruz” 6.


Referencias:
1 Walter Delrio, “Sabina llorar cuando contaban. Campos de concentración y torturas en la Patagonia”, ponencia presentada en la Jornada: “Políticas genocidas del Estado argentinos: Campaña del Desierto y Guerra de la Triple Alianza”, Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Poder Autónomo, Bs As, 9/05/2005.
 2 Testimonio recogido en Perea Enrique: “Y Félix Manuel dijo”, Fundación Ameghino, Viedma, 1989.
3 El Nacional, Buenos Aires, 31 de diciembre de 1878.
4 Álvaro Yunque, Historia de los argentinos, Buenos Aires, Anfora, 1968.
5 Manuel Prado, La guerra al malón, Buenos Aires, Eudeba, 1966.
6 Osvaldo Bayer, “Rebelde amanecer”, Buenos Aires, Página/12, 8 de noviembre de 2003.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar